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lunes, 1 de noviembre de 2010

El futuro del libro en la era digital

Hacerse rico con los libros... Yo, personalmente, no tendría nada en contra. Riqueza, dominio del mundo, desconexión de Internet: ése sería el plan. Un ratito no más. Sólo para detenernos un poco. Para recordar los acontecimientos de abril de 2009. Más tarde, cuando los historiadores militares nos pregunten, podremos decir que estuvimos allí, aun cuando no lo entendiésemos todo. Allí, en Mountain View, California (tendríamos que explicar luego), estaban los estadounidenses con sus escáneres y, durante años, se dedicaron a digitalizar bibliotecas enteras para luego colgar los libros en Internet. Mientras tanto allá, en Heidelberg, Alemania, mil trescientos literatos y pensadores levantaron la cabeza y gritaron: “¡No!”
Que si no estaremos confundiendo los siglos, nos preguntarían los historiadores (no tendrían más remedio que hacerlo): ¿Internet? ¿Romanticismo alemán? Y un brioso gesto de asentimiento sería la respuesta: Exactamente, así fue, de un lado la empresa Google; del otro, los firmantes del “Llamamiento de Heidelberg”, que no querían ver sus derechos de autor vendidos al menudeo por un tribunal provincial estadounidense. Por lo tanto, se trataba de dinero, de libertad (sobre la que cada uno de los involucrados tenía sus propios conceptos), del futuro del libro; finalmente, y sobre todo, se trataba de los destinos de Internet, que ahora, llegados a este punto, yo tendría que conectar de nuevo con ­urgencia. Ni siquiera sus más acérrimos detractores ­podrían arreglárselas en serio sin la red más de cinco minutos. Yo, por mi parte, me muestro ante este medio, en general, de un modo más bien abierto. Y es preciso que lo diga aquí expresamente y por anticipado, por si acaso. La Internet, representada por aquellos a los que uno puede encontrarse en ella, no simpatiza con los que no simpatizan con ella. Se muestra rápidamente ofendida, porque todavía es joven y no particularmente independiente. Pero eso se corregirá.

La biblioteca de Google
Los libros, sin embargo, no siempre estuvieron libres de pecado; el grueso de los primeros productos impresos eran panfletos. Y no cabe duda de que los autores de libros manuscritos tuvieron serias dudas culturales, al igual que las tuvieron, antes que ellos, los creadores de papiros. Hoy en día, el libro impreso, independientemente de su contenido, es considerado el más noble y elevado de todos nuestros bienes culturales. Tanto más desconcertante resulta que ahora todos afirmen que su época ha acabado. En el conflicto sobre la digitalización y los derechos de autor, ambos bandos, asombrosamente, han lanzado el mismo grito de guerra, que plantea que está llegando el fin del libro impreso; sólo que mientras para los unos esto suena como un lamento apocalíptico, para los otros es como un alarido de triunfo. Para los espíritus más serenos, en cambio, es, sencillamente, un disparate. Más bien es todo lo contrario: la digitalización probablemente incrementará el rendimiento del papel impreso de un modo más manifiesto que, en su momento, la introducción de la “oficina sin papel”.
Tanto los nostálgicos de los medios como los entusiastas de la tecnología tienen, por regla general, un ordenador delante de los ojos cuando se dice que el libro está desapareciendo. Sin embargo, una biblioteca sería una imagen mucho más apropiada de ello: bibliotecas de monasterios medievales, torreones de la cultura en los que se preserva y se enclaustra el saber; y en los que también se pierde para siempre cuando, por ejemplo, el fuego devora los libros. Cuando escucho decir que el libro está en peligro, no pienso en Google, sino en aquel monje de mentalidad algo restrictiva de la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, aquel Jorge de Burgos, bautizado en homenaje a Jorge Luis Borges, lo cual, por lo demás, es una canallada: porque su conocido relato “La biblioteca de Babel”, tanto en su pretensión universal como en su estructura, se acerca mucho más a las imágenes que hoy nos hacemos de Internet (en particular por la hermosa idea de unos usuarios que se van descomponiendo poco a poco durante el vuelo por esos infinitos espacios). La visión del libro único y total sobre la que escribe Borges, la de un libro que contiene en sí mismo todos los demás, suena casi como el pedido por anticipado de un libro electrónico a través de una suscripción a Google.

La aventura de los libros que se creían muertos
De las bibliotecas de la Antigüedad sólo nos han quedado, en el presente, unas ruinas, pero en una de ellas, en Atenas, pueden verse grabados en la piedra los restringidos horarios de apertura (sólo seis horas) y la prohibición de sustraer libros. Los castigos previstos por robo en las bibliotecas antiguas eran por lo menos tan draconianos como lo que les desean en la actualidad los propietarios de los derechos de autor a aquellos que copian sus escritos. Pero incluso los primeros tienen que admitir que, gracias a esto, los contenidos, por lo menos, no se pierden.
Que las copias preservan los datos es algo que hoy todo el mundo conoce. Sin embargo, por desgracia, no todos saben que, en caso de duda, las copias analógicas son más seguras que las digitales. En este caso, un par de buenos y potentes imanes al lado del disco duro podrían fomentar ese conocimiento. Además de la vivencia, similar a una iniciación, de rastrear las polvorientas páginas de libros antiquísimos entre crujientes estanterías de madera, aparece ahora la aventura, no menos “indiana-jonesca” de seguir el rastro en Internet a libros desaparecidos o que se creían muertos. Hoy en día, se puede “googlear” cualquier libro. Y pronto también se podrá “librear” en Google. Esto suena muy lógico y deseable, por lo menos para el lector.

La imprenta pone fin a la era del libro
Para el caso de los libros agotados, la digitalización sería, en cualquier caso, una bendición. Y por eso el acontecimiento verdaderamente sensacional y revolucionario no ha tenido lugar en California ni en Heidelberg, sino en Londres, donde la firma Blackwell’s presentó en abril de 2009 su llamada Espresso Book Machine: por el momento, se trata de medio millón de títulos que, con apretar un botón, pueden imprimirse aquí en pocos minutos, encuadernarse y aparecer luego delante del cliente, dotados de una cubierta, como un bollo recién horneado. ¿Acaso es esto lo que vendría a poner fin a la era del libro: justamente la imprenta de libros?
Los libreros han tenido que aceptar que recientemente, en el New York Times, la escritora Margaret Atwood les haya vaticinado a sus pequeños y acogedores negocios un futuro como salas de exposición de mobiliario, a causa de la aparición de las máquinas de impresión a demanda y de los aparatos de lectura electrónicos. En cierto sentido, ya lo eran antes, y ahora el libro como pieza del mobiliario podría ganar aún más en representatividad: la biblioteca doméstica no sólo es, ciertamente, el clásico escenario de fondo de la burguesía culta; también quien no lee otra cosa que Harry Potter, insiste la mayoría de las veces en poner en el archivo de la propia biografía sus volúmenes palpables, materiales y con dignificantes huellas de haber sido manoseados.
Cuando se le pregunta a cierta gente relacionada con la producción de libros, se les oye decir con frecuencia que ellos mismos suelen usar aparatos de lectura electrónicos. Sencillamente, porque es práctico. Y, cuando menos el hecho de que las nuevas tecnologías tiendan a impulsar el surgimiento de nuevas formas artísticas, no carece de interés. Se profetiza el surgimiento de un interesante “segundo mercado”, no una desaparición del libro impreso. Y de ello habla no tanto quizás una esperanza devota como un conocimiento de la clientela. En este aspecto, a diferencia de lo que sucede con la música pop, los adolescentes afines a la tecnología no forman necesariamente el grupo a la cabeza. Sin embargo, eso también tiene que ver con el uso social de ciertos objetos, con el contexto, que determina la recepción y modifica el contenido: ¿Cómo puede uno, por tan sólo poner un ejemplo, regalar sin ruborizarse un libro que se ha descargado de la red? ¿Cómo podría una descarga llegar a ser un símbolo de respeto, de gratitud, de afecto o de algo más romántico, superando el prestigio de un ramo de flores comprado en la gasolinera?

Internet: ¿amenaza u oportunidad para la cultura del libro?
Que los distintos medios no se devalúan mutuamente, sino que se complementan; que tal vez, en todo caso, desplazan sus participaciones en el mercado y que, por lo demás, se fecundan de manera recíproca es curiosamente un hecho para todo el mundo, salvo, claro está, para aquellos con un apego muy especial por uno de esos medios. Sólo así puede explicarse que, por un lado, se vaticine la desaparición de la cultura escrita a causa de Internet, mientras que, por el otro lado, se clame, con un mal digerido Marshall McLuhan en el estómago, por la llegada del final definitivo de las letras impresas sobre papel, como si las tropas coloniales de Internet tuvieran que cantarle las cuarenta a Johannes Gutenberg.
Algo así sólo puede explicarse cuando se trata de temas existenciales, de los fundamentos de la vida, es decir, de dinero. Quien todavía percibe sus ingresos en la llamada galaxia Gutenberg puede irse preparando para el reproche de anacronismo, al igual que aquellos que pretenden ver asegurados sus derechos de autor también en la red. A la violación de esos derechos, a la copia pirata, le gusta adoptar en la red la pose de sublevación revolucionaria contra pretensiones de propiedad en sí, así que no es más que la idea romántica del comunismo online. Esto, naturalmente, no sólo es cuestionable en relación con los turbios fundamentos económicos, sino sobre todo en relación con el propio Google: esa actitud trabaja en favor, precisamente, de uno de los monopolios capitalistas de nuestra época más parecidos a un pulpo.
En lo que atañe al derecho de autor, que ya cuenta con doscientos años, hay que pensar lo siguiente: la mayoría de los escritores profesionales no se ganan el sustento real con los derechos de autor, sino, en realidad, con los premios y las becas, con donaciones aportadas por mecenas; es decir, como en el feudalismo. Y tal vez la Internet no sea un medio demasiado negativo cuando se trata de producir libros clásicos, divulgarlos y conseguirlos.
Porque el paraíso, volviendo otra vez a Borges y ya para acabar, hay que imaginárselo como una biblioteca. Y el Infierno, podríamos añadir nosotros, habría que imaginarlo como un foro de discusión de aquellos que disputan en favor o en contra de Internet. 
Peter Richter

Versión abreviada de un artículo publicado en el Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung del 27 de abril de 2009
FUENTE: Humboldt No. 153 (2010) 

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